La patria solo quiere hijos celestes















La abundancia algunas veces desemboca en desorden. Aunque el desorden es un enemigo del entendimiento, muchas veces sucede, como en este caso, que el proceso mismo se transforma en un mecanismo de construcción sinuoso que convive (en falsa oposición) en el medio de una dialéctica perfecta. Puede que la exposición de una cierta cantidad de fragmentos creativos (ese aparente desorden) sea en realidad un producto, un resultado de un intento de diálogo con el otro. El entendimiento, la digestión, se logra armando un tejido de palabras que en su autonomía parecen efímeras, que en el conjunto difuso caen, torpes y letales, sobre el vacío del escenario a través del cuerpo vivo del actor al instante posterior del apagado de las luces. Eso parece. Lo que sucede en realidad es que las cosas están ahí. Basta mirarlas, escucharlas, sentirlas.

De Las Julietas puede decirse, sin dudas, que hay abundancia de palabras. Sugeridas, concretas, comentadas. Son incesantes disparos a un aire que se espesa, que se acumula en un espacio que comienza a ser cada vez más oneroso. Como el silencio de su comienzo. Ese silencio se triplica en extensión y en intensidad porque es un silencio interrogador, inviolable. Dura más que cualquier otro: es un apéndice de tiempo. Que deja de ser un silencio apagado, asfixiado, doloroso, para convertirse en un conjunto de gestos macabros y perturbadores. He aquí un primer hito: nadie empieza porque nadie desea empezar. ¿Dónde estás Only Delonely, con tu desgarradora arrogancia? ¿Y tu Cittadino Italiano, enojoso y fuerte? Nadie está preparado y todo se precipita cuando una tensión, imprevista e impuesta, desaparece. La luz del escenario es la exposición y por tanto la derrota al miedo. Desaparece porque es momento de descubrir los elementos que están presionando para salir. Shakespeare, el 50, las fotos. Ni siquiera porque todas ellas tengan que ver con algo en particular sino porque todas juntas tiene mucho en común. Y con Nosotros. Nosotros que somos los otros. Y están, claro, Las Julietas. No existiría obra si no estuviera abierto el pasaje hacia la ausencia: sí, hay algo que falta. Y la ausencia se cubre (se sustituye) con la construcción de un imaginario (¡cómo no!) que fija la idea: Las Julietas. Ellas, algo a lo que adorar, lo que no fue. Actores que no pudieron, que faltaron cuando Romeo y cuando Julieta estaban prontos para salir. No había mujeres. Por eso son hombres los que hablan en un café, en una plaza, en una conferencia, en ningún lado.

Si hay algo que el imaginario rudimentario (el oficial) no ha podido derrotar es a la Julieta enamorada, la del teatro clásico, la Julieta de Romeo. Sobrevive como idílico romántico, tan perfecto como la propia relación entre un país y sus figuras representativas. Todos y cada uno de los elementos que configuran su forma (el color de su camiseta de fútbol, un mito, la tradición, la herencia) están en su estado natural de representación. Para Las Julietas, el lugar de origen ya no es el mismo y, mientras el caos reina, otro orden se establece. El Cittadino italiano puede golpear el piso con una masa italiana hasta el hartazgo, el celeste puede pasar a ser un color no-profesional, Maracaná una burla. Por estas razones, la Julieta de esta obra no está presente y adquiere la forma de una mitología representada. Se transforma en un objeto de culto inalcanzable, pero siempre con sabor a ilusión. El amor puesto en el balcón, el deseo reprimido, la mirada hacia otro lado. Piezas perfectas que se articulan solas como bailarines.

No es posible hablar de Uruguay si no es desde un imaginario. Ya estaba implícito en las explicaciones de aquellos que escribieron en el 45: un país tapón, inventado, producto de la necesidad. No existe, no puede ser algo firme. Por eso, para entenderlo debe construirse una idea sobre él desde el absoluto vacío. Porque desde ahí puede armarse una nueva genealogía de símbolos. Desde ahí las cosas deben verse más claras. Con él hay que hablar para poder insultarlo, que reaccione y escupa odio. Julieta es joven y fuerte y puede recibir y dar todo eso. Aún es capaz de satisfacer los deseos, de ser una amante perfecta. Y allí están los hombres tratando de reconstruir una historia olvidada. La de aquellos tipos que quisieron conquistarla.

¿Qué hace que la armonía regrese? Una foto y una canción emancipadora. Ambas inseparables, ambas complementos. Se gesta desde el piso una nueva unión, inventada, transitoria, una falsa unión de abrazos solidarios. Se levantan, cantan y la voz, entre angustiada y semi-viril, como una triste parodia de la emoción, aparece entonando la leyenda (Uruguayos campeones…). Sí, ahí están. Van para atrás y se sientan. “¡Cantá!”. El canto no se detiene; si se apaga vuelve a empezar. Una y otra vez como en un disco rayado. Otra vez hay una instancia que no permite la salida. “Ta, ya está”. No, imposible. ¿Dónde está el canalla que no lo permite?

Porque no es lo mismo antes que después, porque no es lo mismo, ahí están las fotos y las imágenes. Aquello detenido que congela la alegría son las fotos, mientras que las imágenes evocan estas últimas, de una nueva manera, cada vez. Las imágenes son las que regresan, las que están permanentemente presionando para que las fotos, su materialización, sean las que construyan las nuevas imágenes. Las fotos son las que hacen andar un tiempo colectivo aletargado; fueron y son necesarias como combustible vital para una sociedad que siempre esperó por otros (monarquías, caudillos, hazañas). Pero el camino se abre para que las historias diminutas comiencen a aparecer, para que las fotos individuales sustituyan las colectivas: “Porque uno quiere tener las propias”, dicen los protagonistas.

La muerte está en los elementos que se encuentran en la escena y ellos, los actores, representan el arte vivo. La partida de nacimiento, los textos inventados, al costado de la escena, cerca de ellos y de frente, observándolos e interrogándolos en los atriles. En el funeral está el espectador. De frente, tan cerca como es posible por la física, los actores miran hacia abajo pero están mirando hacia el frente. La muerte está alrededor, en la oscuridad que divide la escena: lo visible y lo oculto. ¿No es fantástico que la muerte esté presente en ese momento? El Bruto actor cuenta la historia de los amantes apasionados antes de la muerte, en el lugar de un campesino que registra los momentos como oscuros y roñosos. Él es objeto de la represión de sus compañeros durante el transcurso de la obra y, no por casualidad, en el momento de su liberación aparece la muerte de los personajes del texto y, por ende, la del imaginario creado. Un nuevo espacio vacío se abre ante el público cargado de incertidumbre y dolor. La cita, dolorosa evocación de un pasado como hecho viviente a través de la representación, aparece: “En la paz enlutada de este día el doloroso sol no se levanta. Salgamos de este sitio para hablar de estos amargos acontecimientos. De los que del rencor participaron unos tendrán perdón y otros castigos. Jamás se oyó una historia tan doliente como esta de Julieta y su Romeo”. Un espacio único y latente, como siempre, como todo lo que está infinitamente vivo, emerge de repente. La muerte se hace presente frente a los ojos de los espectadores que, para los hijos celestes de la patria, no es más que su permanente compañía.



Texto y Dirección:
Marianella Morena


Teatro Circular, Montevideo, Uruguay
Sábado, horario trasnoche (23:30hs.)

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