Se presentó el 26 de septiembre de 1947, en el salón mayor del Ateneo, ante un auditorio calificado de técnicos municipales, figuras políticas y público en general. En primera fila, escuchando atentamente, estaba el entonces Intendente de Montevideo, don Andrés Martínez Trueba. La propuesta consistía —¡nada menos!— en construir una autopista subterránea por debajo de 18 de Julio, desde la actual Barrios Amorín a la Ciudad Vieja.
La iniciativa no llegó a siquiera a la etapa de “consideración para un futuro”. El escollo principal, al igual que en el caso de un proyecto anterior —que buscaba dotar a la ciudad de un tren subterráneo—, tuvo que ver con el subsuelo rocoso de nuestra principal avenida, justamente trazada por arriba del último tramo de la Cuchilla Grande. Recordemos que en aquellos años no existía la tecnología adecuada para excavar rápido en la roca viva, y el costo desmesurado que hubieran implicado tales obras las tornaba inviables desde el vamos.
Quedó como testimonio un lujoso folleto que, editado al año siguiente, incluye la conferencia dictada por su autor, Emilio Buceta, así como también los esquemas, dibujos, y fotos arregladas con intervención de dibujos (el photoshop era ciencia ficción en esos tiempos). La publicación se titula: “Autopista subterránea, solución integral del transporte urbano”, y estuvo a cargo de la Editorial Independencia*.
Un subterráneo para trolleybuses
El objetivo era descongestionar el tránsito. Desde la segunda mitad de los años cuarenta el Uruguay transitaba una etapa de creciente prosperidad, y en consecuencia aumentaba el parque automotriz. Por otra parte, como iba a acontecer hasta avanzados los años sesenta, el transporte colectivo —en ese momento conformado por ómnibus (muchos nuevos, pero otros con años de servicio) y tranvías (la mayoría vetustos)— entraba y salía del Centro exclusivamente por 18 de Julio. Esta acumulación de líneas, y la tendencia de los vehículos particulares a realizar igual recorrido, transformaban en una proeza recorrer la avenida en las horas pico.
La idea era que por esa autopista subterránea, de un ancho similar a la propia 18, circularan sólo modernos trolleybuses (vehículos que iban a ser toda una novedad en Montevideo) en trayectos con pocas paradas y a cierta velocidad. Estos iban a tener, del Monumento al Gaucho hacia afuera recorridos normales, y a la altura de la calle Vázquez se internarían —o emergerían— por desniveles desde 18 y desde Constituyente. Para construir las entradas el proyecto recomendaba demoler la manzana triangular enmarcada por la avenida, Vázquez y Constituyente, creando una nueva plaza urbana en el espacio que iba a quedar libre.
El túnel propiamente dicho se iba a diseñar “en bóveda”, y la idea era que no fuera muy profundo (suponía Buceta que de esa forma se esquivaba el suelo pétreo). A la altura de las plazas Cagancha e Independencia se ubicaban sendas estaciones, con escaleras mecánicas para el acceso, comercios y servicios en el nivel subterráneo. La primera de las estaciones mencionadas oficiaría también como acceso y salida de los trolleybuses con destino al norte de la ciudad, por la avenida Rondeau y Diagonal Agraciada (hoy Libertador).
La estación terminal en la Ciudad Vieja se proyectó debajo de la plaza Zabala. Habría otra, la inicial del recorrido subterráneo, en los accesos ya mencionados de la futura plaza detrás del Monumento al Gaucho.
El propulsor del novedoso emprendimiento sostuvo entusiasmado —en la citada conferencia— que el mismo iba a dar una solución definitiva y sustancial a la aguda problemática del tránsito céntrico. Pero además recomendó la extensión de todas esas líneas de “modernos y aerodinámicos trolleybuses” a través de recorridos lineales de superficie: por 18 de Julio, para después tomar 8 de Octubre y Avenida Italia (hasta Maroñas y Malvín, respectivamente); por Rondeau y luego Diagonal, bifurcándose en el Palacio Legislativo por Avenida Agraciada hasta Paso Molino y por General Flores hasta el Cerrito de la Victoria.
A su criterio, puesto en funcionamiento el sistema se lograría la manera más limpia de eliminar los viejos tranvías —el buen hombre les tenía a estos simpáticos y clásicos vehículos del transporte montevideano una especial antipatía—, y al mismo tiempo ir sustituyendo los ómnibus por más trolleybuses, electrificando así el sistema en su totalidad.
Utopías versus realidades
Los razonamientos de Emilio Buceta, intentando probar la pertinencia de su proyecto, eran lógicamente impecables. Sus cálculos matemáticos —manejando estadísticas, gráficas y hasta ecuaciones— resultaban irrefutables. Teóricamente todo encajaba a la perfección.
El único problema fue que la realidad, tantas veces empecinada a la hora de echar por tierra las elucubraciones humanas, volvió estéril tanto esfuerzo intelectual y las buenas ideas en el papel. Lo principal, como ya lo apuntamos, fue la condición geológica del suelo céntrico capitalino que hacía dificultosa y cara la obra. Pero existían otras consideraciones, que volvían problemática su aprobación en cualquier circunstancia. Una de ellas: a diferencia del sistema de trenes subterráneos, que venía demostrando su eficacia desde el siglo XIX en las grandes ciudades, la idea de una ”autopista subterránea para trolleybuses” no contaba con antecedentes significativos que la avalaran.
Los razonamientos de Emilio Buceta, intentando probar la pertinencia de su proyecto, eran lógicamente impecables. Sus cálculos matemáticos —manejando estadísticas, gráficas y hasta ecuaciones— resultaban irrefutables. Teóricamente todo encajaba a la perfección.
El único problema fue que la realidad, tantas veces empecinada a la hora de echar por tierra las elucubraciones humanas, volvió estéril tanto esfuerzo intelectual y las buenas ideas en el papel. Lo principal, como ya lo apuntamos, fue la condición geológica del suelo céntrico capitalino que hacía dificultosa y cara la obra. Pero existían otras consideraciones, que volvían problemática su aprobación en cualquier circunstancia. Una de ellas: a diferencia del sistema de trenes subterráneos, que venía demostrando su eficacia desde el siglo XIX en las grandes ciudades, la idea de una ”autopista subterránea para trolleybuses” no contaba con antecedentes significativos que la avalaran.
La propuesta de Emilio Buceta quedó entonces como una más entre las varias iniciativas utópicas que alguna vez se pensaron en relación a Montevideo. Armoniza con otra, difundida pocos años después con maqueta ilustrativa y todo, consistente en demoler toda la Ciudad Vieja para construir edificios al estilo del Ciudadela, dejando —apenas— la Catedral, el Cabildo, la Casa de Rivera y la de Lavalleja. Mirada desde la distancia de las casi seis décadas transcurridas la podemos considerar con benevolencia. Más allá de lo impracticable, pone en evidencia que en aquella generación existían todavía emprendedores ambiciosos que, preocupados por el bienestar colectivo generaban ideas para transformar positivamente la ciudad. Tal vez fue la última promoción de uruguayos capaz de atreverse a plantear cambios urbanísticos ambiciosos con visión de futuro. Es claro: no mucho después sobrevendría la crisis económica estructural que estancó al Uruguay por décadas (ésa que Carlos Quijano previó ya en 1955), seguida de la conmoción político social de los sesenta y después de la larga noche de la dictadura cívico-militar.
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